jueves, 11 de junio de 2009

MARICRUZ

Daniel Vázquez

















Debes irte ahora, toma lo que crees durará;
Tóma rápido, lo que sea que quieras conservar.
Tu huérfano está allá con su armazón,
Llorando como el fuego en el sol.
Mira a los santos del cielo azul,
Y todo se acabó, Maricruz.

La autopista es pa' locos, bien haz de saber;
Toma lo que juntaste si es por tu bien.
El pintor sin manos de tus calles
Pinta en tu mejilla locos detalles.
El circo irá hasta donde estés tú,
Y todo se acabó, Maricruz.



Tus marinos mareados, reman hacia atrás;
Tus armadas de renos, quieren regresar;
Romeo, que sólo tocó a tu puerta,
Se llevó sus cobijas pa' otra fiesta.
La alfombra, también, se mueve bajo tu tul,
Y todo se acabó, Maricruz.



Tu gato ha muerto en tu calle, deberías saber;
Tu payaso no halla la clave para entretener.
Y el que llevaba flores al panteón
Cuenta y llora a la luna su perdición.
El suelo nos reclamará en ataúd;
Y todo se acabó, Maricruz.



Tú que solías salir a la calle a gritar
Oliendo el suave perfume de tu futil libertad,
No advertiste que un día se te iría,
Que su tenue aroma partiría.
Hoy incluso de ti se oculta el sol,
Y todo se acabó, Maricruz.


Las sombras de tu iglesia se alejan de ti,
Tus mascotas lisiadas prefieren morir.
El lascivo que un día te flirteaba
Ya ni te dirige la mirada;
Dicen que tu ganado se perdió,
Y todo se acabó, Maricruz.





Y hoy que tus muñecas la espalda te dan
Y tu tumor benigno patadas te da;
Ya no eres más la nena y su tambor,
De tus campos sin fruto, ¿qué quedó?
Cupido escupe en las cenizas de tu amor;
Y todo se acabó, Maricruz.





Deja el rosario atrás, algo te ha de llamar;
Los muertos que dejaste, no te seguirán.
El pordiosero que golpeaba a tu puerta
Se viste lo que usabas despierta.
Prende ya otra vela, clava tu cruz,
Y todo se acabó, Maricruz.

martes, 9 de junio de 2009

A BLANCA NIEVES MOJIGATA

Daniel Vázquez


Érase la mujer más recatada,
érase una araña superlativa,
érase potra de nácar altiva,
érase blancanieves remilgada.

Érase la virtud desenfadada,
érase un níveo cutis boca arriba,
érase la obsesión de un triste escriba,
si Laure de Noves fue reservada.

Érase Doña Pura y Don Espera,
érase venta de amor sin espinas,
muy Lejos del Cielo, dulces quimera.

Érase la sucia y fútil rutina,
jamás gozó Petrarca su Caderas,
e hizo de sus sonetos medicina.

LA MONTAÑA

Daniel Vázquez

Está el tejón en la cima
del impertérrito volcán,
riéndose en sus narices,
como el paria al haragán.
"Díme, oh, pétreo amigo,
que la lengua te han comido,
que dejas que te desgreñen
mientras tú sigues dormido;
el ratón, la tuza y yo,
urgamos diario tu cuero,
y los labriegos se apañan
de tu muy diáfano suero.

¿Por qué eres tan impávido
a tan ramplonas afrentas?
¿Por qué eres tan impasible
y a tus verdugos no enfrentas?
Tú que eres más viejo que yo
no evidencias tu experiencia,
que millones de años te dan
-sólo muestras tu torpeza-,
ninguno de los que el hombre
llama tus hijos te muestra
un mínimo de respeto,
más bien que te secuestran.

Ya el tiempo te ha hecho objeto
de las bromas más abyectas,
pues te ha tumbado el mechón
y sólo te ha dejado crestas,
y te las deja escarchadas
y con ellas te aparejas
cuando el fiero invierno viene
a blanquearte las orejas;
pues tú, inmueble zigurat,
paciente de geriatría,
no te crispas de las burlas
ni burdas galimatías.

Y el ínfimo ser bípedo
que se instala por doquier
que a tu edad es sólo un pedo,
pero algo más que un simple ujier.
És barbero de tus pies,
y se mete entre tus faldas
a segar al hermano árbol
y reducirlo a vanas brasas.
Pero cínico y mustio que es
te crea gestas lisonjeras,
mas sus cajas de cemento
llegarán a tus orejas.

Tu nascencia fue conlvusa
y creciste rumbo al cielo
que hoy le rascas el pie a Pedro
y él te adorna con su hielo.
Mas con ése mismo hace años
te rajó la falda en medio,
y hoy pareces un gran monstruo
agrietado sin remedio;
y le lloras a la luna
y a coro tus compañeros,
que más altos no menos bobos
con sendos despeñaderos.

Hoy que te hallas perplejo
con tu tullido indumento
a lo que te haga el destino
seguirás como jumento.
Mas quiera dios que no despiertes
y sobre nosotros te vuelques
a repartir tu arrebato
y a tus hijos les des muerte.
Sigue echado en tus laureles
y ni Vulcano ni Hefesto,
ni Moloc ni Xólotl llamen
a guerra el fuego funesto."

SANTA DESILUSIÓN


Daniel Vázquez


Hay quien está haciendo maletas,

quien tendrá que trabajar,

quien aún fuma un cigarro

y empieza a barajar.

Ya el gallo calló su himno

y el cielo se ha nublado,

algunas ovejas se han ido

arrostrando al aire helado.

Y los coyotes del monte

en despliegue de frustración

aúllan su último lamento hacia

Santa Desilusión.


El abuelo, vencedor siempre,

encubre su depresión;

su nieto perdió la batalla

de la emigración.

Ahora mira a la sierra,

y endulzándose su café,

endulza también su sangre

y cree creer en la Santa Fe.

Por las noches bien se acuerda

en lo que en el pueblo dejó,

seca sus ojos con pañuelos

de la desilusión.


Juan Charrasqueado fantasea,

pero él se inspira con

libros de leer a una mano

la otra dentro del pantalón.

Y mientras cierra sus ojos,

con espasmos repetidos

da el paso de la muerte

en un trance de gemidos.

Y tras su cuerpo convulso

viene la relajación;

va y cuenta su hazaña al pueblo de

Santa Desilusión.


Justina seca sus lágrimas

mientras le ruega a su dios

que acabe ya el tormento

de su destino atroz.

Dice "Aunque ya no soy virgen

aún conservo mi virtud",

y se arroja a los pies de un monje, quien

le sodomiza en un ataúd.

Siendo violada mil veces ya

ni sueña en un amor;

le bastan los sueños del cofre

de su desilusión.


Ahora el sol ya se ha ocultado,

los faroles se han prendido,

y no hay tiempo que perder

cuando todo está perdido.

Arrastran sus esqueletos

sobre las sucias aceras,

y alzan miradas tristes

a calles que eran praderas.

Y esas calles son tan grises,

y en camino a la perdición,

en camino a barras y estrellas quedó

Santa Desilusión.


Y el payasito del pueblo,

un exitoso cualquiera,

se esfuerza en hacer reírnos,

presto a ir do quiera.

Tras criticar a donde hoy trabaja

varias aftas le han salido;

para quien muy bien le conoce

ya no es tan divertido.

Y bajo sus lascivos desplantes

vela un rictus de traición,

ahora entretiene a sialorreicos

de Santa Desilusión.


He aquí el cura de Epícuro

vestido de lobo fiero

diciendo a Caperucita:

"Ven pequeña, te requiero".

Ella luce primorosa

y volteando lenta su cabeza

mete un dedo en su boquita roja,

y pestañea mientras reza.

Y el cura repta a su torre

para rezar su oración,

tiene que rezar mucho el hermano en

Santa Desilusión.


Atlas cultiva sus tierras

por sus hijos olvidado,

que reniegan de su origen

y van maquillando su pasado.

Y mientras Juan Sintierra

que ya cruzó la frontera,

no se seca las lágrimas

que caen en tierra ajena.

La señora, que es huesuda

lo llevará en su aflicción

con sus cuencas vacías a

Santa Desilusión.


Mirando hacia una caja

un pellejo lleno de viento,

visualiza sin pensarlo

y sin extraviar su aliento.

Y ve lágrimas y risas

junto a historias macabras

en una caja que mezcla no más

de trescientas palabras.

Y ve pasar a los trenes

llevándose toda ambición;

se acabaron los anhelos

en Santa Desilusión.


Abelardo sueña despierto,

su mente está iluminada;

está bebiendo los vientos

de Eloísa enamorada.

Y hoy le ha escrito una epístola

cerca de sucias vidrieras

y se carcome el alma

a la luz de unas velas.

Vela sus noches escribiendo

no importa la estación,

su corazón late violento en

Santa Desilusión.


Escondido tras los setos

en un acto tremebundo,

Narciso y su soliloquio

ante un lago gemebundo.

Su hermana, vedette cualquiera,

en su alcoba disfrazándose,

para el jurado de ganado,

pasa la noche frotándose.

Y mientras, sus padres rolan turno

en la mina sin subvención;

el carbón acorta sus vidas en

Santa Desilusión.


Y con premios y castigos

los autómatas de overol

marchan a su rutina

esperando algo mejor.

Ahora ha llegado la feria

reducida a no más

que a sólo una gran expo de

China, USA y Taiwán.

Por las noches se guarecen

viendo sus cajitas de ilusión

dentro de cajas pintadas

en Santa Desilusión.


Han abandonado a sus muertos

ya van a donde las luces,

salpicando valles distantes

lejos de sus mustias cruces.

Como buenos neocristianos

visten de un pulcro blanco,

Homo videns compulsivos

y esclavos de Baco.

Y el Pasado se ha quedado

pensando si la Traición

se confunde con el Olvido en

Santa Desilusión.


Al abrigo de la playa

están los titiriteros,

ven nacer el día

a bordo de sus cruceros.

Hijos del que le dio vida

al pasto y a las reses,

y que se consume poco a poco

embebido en sus heces;

dador de vida de infelices

besamanos del patrón,

quien moverá los hilos por siempre en

Santa Desilusión.



Y aunque los llevo presentes

no quiero regresar, no,

es muy tarde para mártires;

la poesía ya murió.

No me pidas que me quede,

tengo que volver a nacer;

en la tierra del prozac perpetuo,

me niego a envejecer.

Cobarde no mires a donde

sólo vive la perdición;

yo aún sigo perdido en

Santa Desilusión.

martes, 2 de junio de 2009

DEJAR TODO EN SU LUGAR

Cuento popular

Un joven provinciano viajaba en el metro de la gran ciudad para visitar a un pariente. Era la primera vez que abordaba este sistema de transporte, pero gracias a las indicaciones que recibió de su hermana, el pueblerino no tuvo mayores problemas para utilizarlo. Aún así, debido a su novatez, no dejó de cometer algunos errores, como por ejemplo que le hizo la parada una vez que lo vio llegar, provocando codeos y tapadas de boca con la mano. Vio que mucha gente llegaba y mucha gente se subía, por lo que tuvo que esperar cuatro paradas para al fin apearse, en medio de empujones. En el trayecto, sin embargo, en una de las paradas ocurrió algo muy singular. Una jovencita ejecutiva subió al vagón donde viajaba nuestro héroe, y como no había lugar, la joven tuvo que seguir de pie. Nuestro fuereño aún así notó que el minivestido de la muchacha era tan ajustado que cierta parte de ella se le introducía en la parte trasera de la entrepierna. El muchacho, que iba detrás de ella dándose cuenta de este detalle, y recordando por experiencia propia lo incómodo de que se meta la ropa donde no debe, y el dicho de su abuelo de que “hombre acomedido cabe en cualquier parte”, retiró con suma delicadeza el pliegue que se introducía traviesamente entre las nalgas de la lozana mujer, provocando que ésta diera media vuelta, ofendida, a lo que el joven inmediatamente reaccionó introduciendo repetidamente el pliegue a su lugar original, diciendo: “¡Ahí está, ahí está, vaya!”

Moraleja: Ser acomedido es bueno, pero lo es aún más ser comedido.

EL HIJO DE LA TIZNADA

Carmen Báez

Saltó la barda de su casa. Detrás del solar de doña Luz estaba la calle, con sus piedras untadas de sol, que se hacían musicales bajo los cascos de los caballos.
En la mañana, alguien lanzó al viento una voz:
-¡A’i viene el de la arracada!
Lo dijo en tono velado, al oído de alguno, y la voz hizo eco en la boca de todas las mujeres, y de todos los hombres, y de todos los niños; y fue creciendo hasta llegar a la torre del pueblo, en donde los cerrojos de los máuseres parecían cuchichear en las manos de los hombres:
-¡A’i viene el de la arracada!
Encerraron a todas las muchachas en el subterráneo del curato viejo, y los hombres huyeron hacia el cerro. En la casa, cerrada, los niños asustados se acurrucaban detrás de la madre, que rezaba para que los hombres no se mataran.
La niña fea no tenía miedo. Ella sólo quería ver a los rebeldes. Y en tanto que los hermanitos lloraban cerca de la madre, ella acercó su sillita a la ventana de la huerta y trepó con gran trabajo. Después se deslizó por las ramas de un durazno y cayó al suelo. Corriendo atravesó la huerta y saltó el portillo de la barda. Ya en el corral de doña Luz se sintió libre, feliz. Desde allí se oían las voces de los soldados en la calle ancha.
Aquello parecía una fiesta. Una gran fiesta. Bajo la lumbre del sol, la niña abrió sus ojos en azoro.
Corriendo entre las patas de los caballos llegó a la plaza. Estruendo de clarines y de voces, basura, gente. En los portales hacían lumbradas las mujeres sucias, y asaban carne para que los soldados comieran.
Frente a la tienda de doña Ignacia había una gran mancha de gente. La niña fea se acercó: estaban matando un buey. Primero mugidos de angustia. Luego sangre. Carne roja. Sangre, mucha sangre. Bajo el oro de la tarde corría la sangre en arroyitos calle abajo.
La niña tenía miedo. Se echó a llorar. Una soldadura de ojos verdes, enormes, la tomó en sus brazos; le dio un trozo de azúcar y secó sus lágrimas con la falda roja:
-No llores, tonta, voy a llevarte a tu casa.
Del mesón de Don Luis salían seis hombres, tranquilamente. Cinco eran rebeldes, el otro era un hombre joven. Llevaba una camisa roja, negra de mugre.
-Lo van a matar –dijo alguno.
La soldadura de los ojos verdes preguntó:
-¿Por qué van a matarlo?
-Porque es un hijo de la chingada…
Nadie se atrevió a protestar. Lentamente llegaron al centro de la plaza. El hombre joven, muy tranquilo, se paró frente a los otros cinco. Levantaron sus armas y se oyeron disparos. Él se dobló poco a poco, parecía no tener mucha prisa, y se quedó tendido en el suelo. Después, los mismos hombres, también tranquilamente, lo levantaron entre cuatro, y volvieron a meterlo en el mesón. Sólo tenía en la frente un agujerito negro y un hilito de sangre. Ni un gesto, ni una protesta, nada.
La niña fea, muy tranquila, abrió sus ojos negros más y más. Aquella era una fiesta rara. Pero no sintió ganas de llorar. Cuando levantó la frente, vio que los enormes ojos verdes de la soldadura estaban llenos de lágrimas.
“Qué mujer tan extraña –pensó-. Me dijo tonta porque lloré cuando mataron al buey, y ella está llorando ahora sí nomás, por nada.”
Era una mujer buena. De la mano la llevó hasta su casa y la entregó a su madre. Después se fue calle arriba, lenta, con su falda roja y sus enormes ojos verdes.
Cuando la niña quedó sola con su madre, dijo:
-Vi matar, mamita.
-¿Qué?
-¡Un buey! –y ocultó su cabeza en el regazo de la madre, como si quisiera olvidar allí la tragedia que vio frente a la tienda ignacia. Lloraba amargamente, desconsoladamente.
-No llores, pequeña…
Y cuando los besos de la madre la hubieron calmado, contó ya tranquilamente, sin asomo de amargura, como sui hablara de algo trivial, sin importancia:
-También mataron a un hijo de la tiznada…

"El hijo de la tiznada." En "La roba-pájaros", Letras Mexicanas, número 34, Fondo de Cultura económica, México, 1957.

EL REZO DESOBEDIENTE

Carlos Monsiváis

Se arrodilló a rezar con denuedo. "Concédeme, Señor, atisbar tu gloria." De golpe, algo se desató en su interior. Al reanudar la plegaria la sensación fue más precisa, su lenguaje se distanciaba de él, le era hostil o indiferente, no respetaba sus intenciones. Quiso decir "Dios te salve..." y escuchó, con voz que era la suya, atrevimientos y desfachateces, bonito abanico el de la marquesa, pésima la comida y deplorables sus resultados inmediatos, qué necio el Padre Prior que en cada perorata nos obligaba a mandarle mensajes recordándole el fastidio de la grey ante su verborrea.
Hizo otro intento y la oración tampoco se produjo. Sus palabras exaltaban los pensamientos que él nunca había tenido y las apetencias que más detestaba. Intimidado, suspendió las preces, descendió al susurro, y se insultó llamándose cretino, pervertido y cosas peores.
Al día siguiente ya le amedrentaba la idea de rezar de modo audible. Su conversación aún le obedecía y lo forjado en su mente emergía textual, fluido, dócil. Pero en el ámbito devocional, los vocablos se atropellaban con acentos inicuos y sarcásticos. Deseó rendir culto a Santiago Apóstol y acabó divulgando vergüenzas de la vida conventual. Se postró ante San Antonio para suplicarle la adecuada guianza de las jóvenes y nada más le refirió su enojo por no haber desflorado a su prima y su entusiasmo por los senos de la marquesa.
Pensó en cortarse la lengua, en cercenar el vehículo de la malicia. Lo contuvo su amor por el canto llano, la fruición que le provocaban los ecos de su voz bien timbrada alabando los misterios. Se desesperó recordando que al siguiente domingo le tocaba explicar las ventajas de la sumisión y la resignación.
Ensayó en su celda. Todo inútil. Apenas se concentraba en la declamación de la doctrina, sonaban con estruendo (o así él lo presentía) sus citas levantiscas y cínicas. Quiso reconocerle a San Hipólito su gloria irreprensible, pero sólo le contó chismes de solteronas que se fingían adúlteras y de viudas que alegraban su luto. Horas después, desvencijado, se sintió reo de maldad juzgada. Él, quien juró que sus labios sólo proferían sabiduría, aguardaba convulso la siguiente frase. Su garganta se había convertido en un cepo del mal.
En la mañana temida, alegó males y quebrantamientos. Nada le valió: "Así sea muerto, tú hablarás." Enfermo de temblores, recorrió la gran nave, evocando su intento de esa madrugada, cuando la oración anhelada se tradujo en un elogio ambiguo de la afición del virrey por los jóvenes. Lívido, ascendió al púlpito, mantuvo la vista en alto, y se preparó a la catástrofe... Pero su fervorín emergió exacto, limpísimo. ¡Era, de nuevo, el dueño de su habla! Se contuvo para no llorar de gratitud y abrazarse al madero. Casi al concluir, examinó a su auditorio y percibió los rostros de ira y los murmullos de encono, y supo que la causa no era su homilía, tan nítidamente dicha. En ese momento reparó en el libre albedrío de sus manos, en las figuras que sus manos trazaban, en las gesticulaciones impúdicas que negaban y difamaban el provecho virtuoso de su sermón.

Tomado del libro "Nuevo catecismo para indios remisos", de Carlos Monsiváis. Ediciones ERA. México D.F., 1982.