martes, 2 de junio de 2009

EL REZO DESOBEDIENTE

Carlos Monsiváis

Se arrodilló a rezar con denuedo. "Concédeme, Señor, atisbar tu gloria." De golpe, algo se desató en su interior. Al reanudar la plegaria la sensación fue más precisa, su lenguaje se distanciaba de él, le era hostil o indiferente, no respetaba sus intenciones. Quiso decir "Dios te salve..." y escuchó, con voz que era la suya, atrevimientos y desfachateces, bonito abanico el de la marquesa, pésima la comida y deplorables sus resultados inmediatos, qué necio el Padre Prior que en cada perorata nos obligaba a mandarle mensajes recordándole el fastidio de la grey ante su verborrea.
Hizo otro intento y la oración tampoco se produjo. Sus palabras exaltaban los pensamientos que él nunca había tenido y las apetencias que más detestaba. Intimidado, suspendió las preces, descendió al susurro, y se insultó llamándose cretino, pervertido y cosas peores.
Al día siguiente ya le amedrentaba la idea de rezar de modo audible. Su conversación aún le obedecía y lo forjado en su mente emergía textual, fluido, dócil. Pero en el ámbito devocional, los vocablos se atropellaban con acentos inicuos y sarcásticos. Deseó rendir culto a Santiago Apóstol y acabó divulgando vergüenzas de la vida conventual. Se postró ante San Antonio para suplicarle la adecuada guianza de las jóvenes y nada más le refirió su enojo por no haber desflorado a su prima y su entusiasmo por los senos de la marquesa.
Pensó en cortarse la lengua, en cercenar el vehículo de la malicia. Lo contuvo su amor por el canto llano, la fruición que le provocaban los ecos de su voz bien timbrada alabando los misterios. Se desesperó recordando que al siguiente domingo le tocaba explicar las ventajas de la sumisión y la resignación.
Ensayó en su celda. Todo inútil. Apenas se concentraba en la declamación de la doctrina, sonaban con estruendo (o así él lo presentía) sus citas levantiscas y cínicas. Quiso reconocerle a San Hipólito su gloria irreprensible, pero sólo le contó chismes de solteronas que se fingían adúlteras y de viudas que alegraban su luto. Horas después, desvencijado, se sintió reo de maldad juzgada. Él, quien juró que sus labios sólo proferían sabiduría, aguardaba convulso la siguiente frase. Su garganta se había convertido en un cepo del mal.
En la mañana temida, alegó males y quebrantamientos. Nada le valió: "Así sea muerto, tú hablarás." Enfermo de temblores, recorrió la gran nave, evocando su intento de esa madrugada, cuando la oración anhelada se tradujo en un elogio ambiguo de la afición del virrey por los jóvenes. Lívido, ascendió al púlpito, mantuvo la vista en alto, y se preparó a la catástrofe... Pero su fervorín emergió exacto, limpísimo. ¡Era, de nuevo, el dueño de su habla! Se contuvo para no llorar de gratitud y abrazarse al madero. Casi al concluir, examinó a su auditorio y percibió los rostros de ira y los murmullos de encono, y supo que la causa no era su homilía, tan nítidamente dicha. En ese momento reparó en el libre albedrío de sus manos, en las figuras que sus manos trazaban, en las gesticulaciones impúdicas que negaban y difamaban el provecho virtuoso de su sermón.

Tomado del libro "Nuevo catecismo para indios remisos", de Carlos Monsiváis. Ediciones ERA. México D.F., 1982.

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